
Esta imagen fué tomada por un fotógrafo de la Agencia Fars News en Irán .
Aparece una mujer vistiendo un Chador (Hejab negro) deteniendo a una mujer que viste un vestido rojo.
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El 10 de mayo de 1979, el director de El Padrino (1972) presentaba la película en el Festival de Cannes. Demostrada su irregularidad como artista y tras las complicaciones del rodaje, podía esperarse lo mejor o lo peor. Días después, se llevó la Palma de Oro y sentenció: «Ésta no es una película sobre la Guerra de Vietnam, esto es Vietnam».
Trasladar la novela El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, desde el África colonial a la guerra que empantanó al ejército estadounidense entre 1958 y 1973, había implicado un rodaje de 16 meses, un presupuesto de 30 millones de dólares de la época y dos años en la sala de montaje.
Martin Sheen, su protagonista, sufrió malaria y un infarto en plena filmación, el director amenazó con suicidarse tres veces y el huracán «Olga» asoló Filipinas, siendo inmisericorde con el set de rodaje. Coppola podía hacer suyas las palabras del coronel Kurtz, el personaje estrella de su película: «Es imposible para las palabras describir lo que es necesario para aquellos que no saben lo que el horror significa. El horror. El horror tiene una cara y uno debe hacerse amigo del horror. El horror y el terror moral son tus amigos. Si no lo son, son enemigos a los que hay que temerles. Son enemigos de verdad».
Coppola, que había llegado al proyecto con un guión de John Milius y como alternativa a George Lucas, se abrazó al caos e intentó sacar lo mejor de él. Lo tradujo en una visión sofocante de la guerra en la que los soldados luchaban bajo los efectos de las drogas, en un país del que nunca habían oído hablar y abanderados bajo una moral e ideología como mínimo dudosas.
«El ejercito entrena a los jóvenes para matar a otros jóvenes, pero, sus comandantes no dejan que los muchachos escriban prostituta en sus aviones, ¿sabes por qué? ¡porque es obsceno!», arengaba Kurtz desde su reducto de fanatismo selvático.
Para encarnar este personaje, un ex boina verde reconvertido en gurú de los vietnamitas, Coppola sabía quién sería el mejor. Pero también sabía que el poderío interpretativo de Marlon Brando beneficiaría tanto a la película como perjudicaría al rodaje.
Con cuarenta kilogramos de más y sin haberse leído ni la novela ni el guión, Brando volvió a fagocitar una gran película con una aparición episódica. Y forzó a Vittorio Storaro a diseñar un juego de iluminación sumamente hermoso -merecedor del Óscar- para no mostrar sus verdaderas dimensiones.
El discurso de Kurtz, revelador de la barbarie cometida por el ejército estadounidense en el país asiático, se cerraba desafiante: «Tienes derecho a matarme. Tienes derecho a hacer eso, pero no tienes derecho a juzgarme».
La presencia del coronel como objeto de la misión del pelotón que lleva Martin Sheen planea sobre éste como una impresión óptica: conforme se van acercando a él, su esencia se va transformando. Su traición empieza a perfilarse como un acto heroico. Su planteamiento desquiciado como la visión más descarnada de la realidad. Una realidad psicodélica a ritmo de The Doors.
Hasta llegar allí, el personaje de Sheen, el capitán Willard -papel que fue ofrecido a Harvey Keitel, Jack Nicholson y Al Pacino- barrunta en su interior el sentido de la lucha y, en la versión Redux que Coppola montó en el 2001, se encuentra con el reducto colono de burguesía francesa y con unas conejitas playboy para animar a las tropas.
Esas escenas fueron eliminadas del montaje final, pero «Apocalypse Now» contiene además, y estas sí desde el principio, otras dos escenas que han pasado a la Historia del cine.
La que describe con lúdica crueldad el sadismo que provoca la guerra bajo la frase de «Me gusta el olor del napalm por la mañana» -que justificó la nominación al Óscar de Robert Duvall- y el épico vuelo del escuadrón de helicópteros orquestado por La cabalgata de las Walkirias, de Wagner.
Eran las 12.14 de la madrugada del día 26 de setiembre de 1983, cuando la alarma se disparó en el bunker Serpukhov-15, la pantalla en frente del oficial de guardia, Stanislav Petrov, se tiñó de rojo, el ordenador mostraba que los americanos acababan de lanzar un misil nuclear contra la URSS, en menos de 20 minutos el misil haría impacto. La peor pesadilla se había hecho realidad, la estupefacción se apoderó de Petrov y sus subordinados.
Como se suele decir, “hecha la ley, hecha la trampa“. Algo así debió haber pensado la minoría demócrata en el Senado norteamericano cuando, en 1841, aprovechando la normativa de la cámara, que no limitaba el tiempo de intervención de los senadores, decidió bloquear una ley sobre la banca propuesta por los conservadores, extendiendo indefinidamente el debate, con el fin de impedir que se llegara a una votación. De esta forma, había nacido una nueva arma parlamentaria: el filibusterismo o obstruccionismo.
Su funcionamiento es sencillo: cuando un senador o grupo de senadores quieren retrasar o impedir la aprobación de un acto legislativo, pueden optar por intervenir en el debate durante horas y horas, aprovechando que el reglamento así lo permite, siempre que no se sienten o se detengan. De hecho, ni siquiera es necesario debatir sobre el contenido de la propia ley: en la mayoría de los casos, los senadores se dedican a leer en voz alta novelas o libros de cocina.
El peligro de esta práctica yace en que puede desencadenar la paralización del senado durante largos períodos de tiempo: por ejemplo, en 1957, un único senador, el demócrata Strom Thurmond, resistió 24 horas y 18 minutos hablando sin parar. Turnándose, los senadores pueden conseguir que el filibusterismo dure varios días. Además, únicamente se puede detener el debate mediante la aprobación de una moción de clausura, que debe ser aprobada por dos tercios de los presentes: una mayoría cualificada, muy difícil de conseguir, y que en la práctica otorga un enorme poder a las minorías parlamentarias.
Pese a que a muchos estas prácticas nos pueden parecer anticuadas y fuera de lugar, lo cierto es que el obstruccionismo en el Senado norteamericano ha repuntado desde la década de los 90. De hecho, desde las elecciones legislativas 2006, en que los demócratas obtuvieron una frágil mayoría, se ha convertido en una práctica habitual de los republicanos para bloquear la legislación más progresista.
Pero hay muchas más formas de ‘filibusterismo’: en la actualidad, se considera así a cualquier tipo de práctica de obstruccionismo parlamentario en que una minoría, haciendo uso de determinadas reglas que les protegen de la mayoría, ejercen un poder veto sobredimensionado a su verdadera representación. Es lo que se conoce también como ‘tiranía de la minoría‘, y que en el caso español podría aplicarse al bloqueo en la renovación del CGPJ por parte del PP.
En España también han existido ‘filibusteros’ muy famosos, en el sentido más estricto del termino. Durante la II República, el primer diputado comunista, Cayetano Bolívar, empleó habitualmente su turno de palabra, ante lo que se preveía como una votación ajustada, para leer obras como el Manifiesto Comunista o El Capital. Los diputados de derecha, indignados, abandonaban el hemiciclo como señal de protesta. Y era justo entonces cuando Bolívar acababa su turno de palabra, pasándose a la votación antes de que todos los diputados estuvieran en la sala y, consecuentemente, obteniendo un resultado favorable a la izquierda.