JACINTO ANTÓN 19/07/2008
El futuro parece ya demasiado cerca para imaginarlo. La literatura de ciencia-ficción pasa por una crisis achacable a los nuevos hábitos culturales, aunque el género funciona en otros formatos. Los viejos maestros desaparecen y no surgen nombres a su altura.
Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana
... snif.
La ciencia-ficción está de capa caída, un manto más oscuro que el de Darth Vader parece haber caído sobre nuestro querido género, en el terreno literario. La muerte y el crepúsculo se han adueñado de los viejos grandes maestros: el risueño Arthur C. Clarke ha fallecido (adieu Rama), JG Ballard se enfrenta a su personal apocalipsis en forma de cáncer y Ray Bradbury, a punto de cumplir 88 años, estruja su melancolía soñando con que esparcirán sus cenizas en los desiertos de Marte. Ya no están con nosotros Stanislaw Lem, Zelazny, Heinlein, Asimov... Son unos ancianos Aldiss, Pohl, Harry Harrison. No se ve surgir nombres a la altura de aquellos grandes que desaparecen. Muchos buenos autores se pasan a la fantasía. Ursula K. Le Guin acaba de publicar en Estados Unidos Lavinia, ¡una relectura de la Eneida contada por una mujer! Pero es que además, y esto es lo peor, nadie parece leer ya ciencia-ficción. Las colecciones languidecen. Editoriales que se lanzaron a publicar sellos nuevos, confiadas en un boom como el de la historia militar, se replantean la decisión. Los aficionados de siempre aparecen como aquellos vagabundos solitarios de Fahrenheit 451 que deambulaban como fantasmas con los viejos libros memorizados buscando infructuosamente a alguien a quien traspasar el legado. ¿Alguien ha oído hablar de La Fundación? ¿Qué ha sido de los Heechees? ¿Queda vida en el superjoviano planeta Mesklin, aunque sea vida muy aplastada por la gravedad?
El futuro ya no es lo que era. Clarke, al que le gustaba hacer profecías científicas, había vaticinado alegremente para este julio de 2008 (véase Greetings, carbon-based bipeds, Harper Collins, 2000) que en su ochenta cumpleaños Kubrick recibiría un Oscar especial de Hollywood. Claro que también veía al príncipe Harry en 2013 en el espacio (de momento ha estado en Afganistán) y a él mismo en su centenario (16 de diciembre de 2017) alojado en el hotel espacial Hilton Orbiter... Pobrecillo, que los Superseñores de El fin de la infancia le tengan en su seno.
En fin, no sigamos poniéndonos nostálgicos. ¿Qué le pasa a la ciencia-ficción? ¿Está realmente mal la cosa?
Miquel Barceló, editor de la legendaria colección Nova, veterano fan del género, autor de una obra de referencia sobre éste (Ciencia-ficción, guía de lectura, Nova, 1990, de la que todos esperamos ansiosamente su anunciada puesta al día: ¡vamos Miquel!) y profesor en la Facultad de Informática de la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC), responde con un gesto elocuente: en la cafetería de la UPC, tan vacía en estos días veraniegos como un club de admiradores de Hal Clements -el más duro de la SF dura, muerto, por cierto, hélas, en 2003-, inclina el pulgar hacia abajo. "En la historia de la ciencia-ficción hay épocas de vacas gordas y de vacas flacas. Ésta es de flacas. Es algo cíclico. Pero ahora es más serio, mucho más serio, me temo".
Barceló, factótum del veterano premio UPC del género, hace una pausa dramática. La cafetera del bar aprovecha para emitir un ruido ominoso que recuerda los servomecanismos de los marcianos en La guerra de los mundos mientras se enciende una lucecita que sugiere el inquietante ojo escrutador de Hal (por cierto, ¿recuerdan la frase del supercomputador en 2001, una odisea del espacio?: "Tenemos un problema", ¡Clarke se adelantó dos años al leitmotiv del Apolo XIII!; parafraseémoslo: Ciencia-ficción, tenemos un problema). "La ciencia-ficción está yendo a menos. Es un hecho. En Estados Unidos hay un cambio de nombres y los nuevos no son conocidos, no logran un reconocimiento como antes. Aquí nadie se atreve a publicarlos. Las cifras de venta caen. En España, a la mitad. Ha habido un exceso de oferta en los últimos años que ha saturado el mercado, y a eso hay que añadir ahora una falta de demanda".
El especialista tiene una teoría sobre lo que está pasando -y que a él como editor le ha llevado a recortar su número de títulos-. Son varias las razones que llevan al declive del género en su faceta literaria. "El lector de ciencia-ficción típico es una persona interesada, en mayor o menor grado, en temas tecnológicos. Es una persona que pasa mucho tiempo en internet y ese tiempo ya no lo dedica a leer. Y está el audiovisual. El aficionado a la ciencia-ficción, al que siempre le han encantado las películas, encuentra un acceso ilimitado a ellas y a las series de televisión del género en la red, puede bajarse lo que quiera y verlo tranquilamente en casa. En referencia a la televisión, estamos hablando de muchas horas: las diez temporadas de Stargate SG 1, las cuatro de Stargate Atlantis, todos los capítulos de Battlestar Galactica, Star Trek
... ¿Cuánto tiempo significa eso de recorte de lectura?".
Lo paradójico es que bastante gente sigue interesada genéricamente en la ciencia-ficción, pero no en los libros, sino en otros soportes. Como en el cine. Aunque es difícil encontrar en los últimos tiempos alguna película que compita por el título de la mejor del género o que haya influido tanto como lo hizo en su día, por ejemplo, la Matrix de los Wachowski (1999: ¡hace ya nueve años!).
Otro fenómeno que perjudica a la ciencia-ficción, apunta Barceló, es que muchos de los temas clásicos del género forman parte hoy de nuestra vida cotidiana y ya no los percibimos como tales. La bioingeniería, por ejemplo, la inteligencia artificial o la continua revolución en las comunicaciones. Eso ya no nos parece ficción, sino pura ciencia. En general, la especulación parece haber perdido el sentido que tenía antes. El mañana se está comiendo el futuro. "La realidad deja obsoleta pronto cualquier predicción o hace ridículos los escenarios imaginados. Por eso una buena parte del género se dedica desde hace tiempo al futuro cercano, inmediato, más controlable, como hizo Gibson con Neuromante (Minotauro) y como ha hecho el ciberpunk. El futuro lejano interesa menos". Gibson predijo en 1984 el ciberespacio como una realidad virtual consensuada por los usuarios que accedían a él mentalmente a través de la interfaz cerebral con el ordenador. Es verdad que algunos lugares más allá de la pantalla en los que se meten hoy en día nuestros adolescentes no resultan menos complejos y siniestros que los escenarios de Neuromante, Conde Zero o Mona Lisa acelerada...
"Si nos fijamos en los autores clásicos que mejor continúan funcionando, dentro de la crisis", apunta el estudioso, "son los de la ciencia-ficción más cercana, los de los mundos interiores, personales, obsesivos, muchas veces mundos enajenados, insanos, autores de los que atrae, más que la ciencia, la complejidad psicológica, muy interesante para la gente de hoy. Escritores como Philip K. Dick o Ballard. Significativamente, son autores que, como en el caso de Ballard, han ido saliéndose del género o creándose un lector propio".
Ballard, no lo olvidemos, capaz de revelar lo abismal que puede ser una piscina, vacía, es el hombre que ha dicho que el único planeta realmente extraño es la Tierra -no en balde pasó la II Guerra Mundial en el campo de prisioneros japonés de Lunghua con compatriotas que se negaban a desprenderse de sus palos de cricket-, y que es el espacio interior, no el exterior, el que ha de explorarse (Guía del usuario para el nuevo milenio, ensayos y reseñas, Minotauro, 2002).
"Hay un cambio cultural: creo que podríamos vaticinar la muerte de la ciencia-ficción por disolución en el contexto", continúa Barceló. Como decíamos, el mañana está tan cerca que se come la ciencia-ficción. Quién hubiera dicho que el cambio climático, por ejemplo, que ha inspirado sensacionales novelas como El mundo sumergido (1962) o La sequía (1964) -ambas en Minotauro-, por no salir de Ballard, se convertiría en un tema esencial de la actualidad inmediata.
Un síntoma de esa disolución de la ciencia-ficción es cómo la literatura generalista está apropiándose de obras que hace unos años se hubieran publicado en colecciones del género y con esa etiqueta. "La literatura digamos convencional se ha permeabilizado a los contenidos de ciencia-ficción de una manera que parecía impensable. Se han roto muchas barreras. Pasó con Criptonomicón (Ediciones B, tres volúmenes), de Neal Stephenson, publicitado como libro para hackers y muy vendido. Se intenta con Spin (Omicron, 2008), de Robert Charles Wilson (sobre un escudo misterioso instalado por unos alienígenas en torno a la Tierra), presentado como matrimonio entre la ciencia-ficción hard y la novela literaria y que ganó el Premio Hugo en 2006". Otro caso es el de Greg Bear (1951), uno de los grandes nombres actuales, un tipo tan del género que hasta se casó con la hija de Poul Anderson. Bear, autor, de Eon (Ultramar, 1988) -alucinante revisión del tema clásico del asteroide o mundo hueco- y uno de los continuadores de la saga de La Fundación asimoviana (Fundación y caos, Nova, 1999), se pasó en su último libro, Quantico (Harper Collins, 2005, en España lo publicará Ediciones B, fuera de la colección especializada Nova), al technothriller, con mezcla de biotecnología y política. Del antes citado Stephenson se ha publicado Interfaz (Nova, 2007), una novela del mismo estilo escrita a medias por el autor con su tío, un profesor de Ciencias Políticas, y que trata sobre un presidente de Estados Unidos al que le implantan un chip en el cerebro. Richard Morgan (autor de Carbono alterado, Minotauro), ha ganado el Arthur C. Clarke a la mejor novela de ciencia-ficción publicada en el Reino Unido en 2007 por Black Man, un thriller, de nuevo, sobre genética. "El technothriller está por todas partes", señala Barceló mirando alrededor con aire alerta como si estuviéramos en El día de los trífidos.
Una clara evidencia de la mencionada permeabilidad de fronteras es que le hayan dado el Nebula, otro de los grandes galardones del género, a El sindicato de policía yiddish, nada menos, de alguien a quien la gente relaciona tan poco con la ciencia-ficción como Michel Chabon. Es cierto que la novela es una distopía -una utopía negativa- en la que Israel ha quedado colapsado en 1948 y los judíos europeos han debido establecerse en Alaska, que ya es tema. En España la ha publicado Mondadori. En buena manera, como ha señalado muy ingeniosamente un colega, la ciencia-ficción está siguiendo los pasos de la narrativa erótica, que ha desbordado el género estricto salpicándolo todo, y perdón por la imagen. La ciencia-ficción, podría decirse, está perdiendo su identidad genérica.
Encontramos, pues, ciencia-ficción por todas partes: en los numerosos thrillers biotecnológicos que han proliferado en las colecciones de best sellers, por ejemplo. "Pero la buena ciencia-ficción", considera Barceló, "en última instancia pierde en esos formatos. Domingo Santos, el gran padre teórico del género entre nosotros, decía que la ciencia-ficción no puede ser editada en España por editoriales grandes porque tiene un clarísimo tope de mercado y eso hace impacientarse, frustrarse y desanimarse a las empresas que buscan muchos beneficios. En este país han funcionado tradicionalmente las pequeñas editoriales, de las que ahora son ejemplo Bibliópolis, La Factoría de Ideas, Gigamesh..., que publican quizá dos mil ejemplares por norma de cada título y cuidan más sus programaciones". Un problema grave para la salud de la literatura de ciencia-ficción es que el lector típico del género, que era muy coleccionista, muy seguidor de las colecciones y solía comprarse todos los títulos de sus favoritas, ha dejado de serlo. "Antes vivíamos mucho de ese lector que compraba todo lo que publicabas, que quería estar al día, seguir contigo las vicisitudes del género. Ese lector casi ha desaparecido".
Para más inri, diríase que la ciencia-ficción ha perdido punch social, parte de lo que era su función en nuestra sociedad. "La ciencia-ficción clásica hablaba de un futuro lejano. Hoy parece no tener sentido la gran especulación. Las cosas cambian demasiado deprisa. Los sueños de un futuro lejano pierden rápidamente verosimilitud. La realidad lo deja casi todo obsoleto en veinte años".
La ciencia-ficción escrita, por otro lado, parece haberse alejado, a diferencia de la fantasía, del lector que busca más la evasión, un lector al que quizá no le apetece tanto meterse en novelas que requieren una honda formación científica. "Es cierto que Asimov y Clarke, de los que ahora muchos fans de la ciencia-ficción echan pestes, escribían tan sencillito que llegaban a todo el mundo. Recuerdo haber leído algo sobre un estudio literario acerca de los tropos y metáforas en la obra de Asimov y que concluía que no los hay".
Otro elemento distorsionador es que en la actualidad la narrativa para jóvenes se ha convertido en un género con carta de naturaleza propia, mientras que antes, a falta de esos productos específicos (el paradigma sería Harry Potter), si exceptuamos la inefable Enid Blyton y sus epifenómenos, la ciencia-ficción (como la gran narrativa de aventuras) era una iniciación a la lectura para muchos jóvenes, que luego permanecían en él. O sea, que no se crea público de futuro. Curiosamente, algunos clásicos de la ciencia-ficción de los setenta que se prestan a ello están siendo reeditados para el público joven, presentados como género fantástico en un sentido amplio. Es el caso de la hermosa saga de los dragoneros de Pern, de Anne MacCaffrey -historia ambientada en una lejana colonia de la Tierra en la que los humanos han aprendido a operar simbióticamente con criaturas telepáticas semejantes a dragones en lucha contra una amenaza alienígena-, cuya trilogía original editó Acervo en 1977 y acaba de reeditar ahora Roca editorial, ¡en la estela del fenómeno Eragorn!
Hoy en día la iniciación en la ciencia-ficción es mucho más difícil. Paradójicamente, los jóvenes tecnológicamente más punteros de la historia se están perdiendo un género literario que parece hecho para ellos.
Llegados a este punto, ¿podemos dar algunas notas de optimismo? Bueno, la ciencia-ficción interesa en cine, en parte gracias a que a Willie Smith le gusta el género. En ensayo encontramos que el Premio Anagrama de la categoría lo ha ganado este año Descenso literario a los infiernos demográficos, de Andreu Domingo, un libro sobre las distopías, con muchísimas referencias a la ciencia-ficción. Las convenciones, foros y encuentros del género siguen reuniendo a mucha gente -en Valencia uno sobre la La guerra de las galaxias logró un éxito al traer al actor Garrick Hagon, intérprete de uno de los pilotos colegas de Luke Skywalker, Biggs Darklighter (Rojo Tres), caído en el ataque a la Estrella de la Muerte-. Una de las grandes exposiciones de la temporada y que se inaugura el próximo día 22 en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) está dedicada a Ballard. Y, sin duda, se están publicando, pese a todo, buenos títulos del género. Quien firma estas líneas, sin ir más lejos, ha leído recientemente un par de novelas muy sugerentes, La vieja guardia, de John Scalzi (Minotauro), con unas entrañables tropas del espacio de la tercera edad, y Camuflaje, del viejo amigo Joe Haldeman (Omicrón), que sin ser nada del otro mundo (!) te devuelve el entretenimiento de aquellos viejos clásicos con los que aprendimos a amar el género (trata sobre dos extraterrestres capaces de modificar su aspecto enfrentados en la Tierra).
Y la crisis, y esto es un consuelo, no afecta a la fantasía, un género hermano que funciona de lo lindo. Que se lo digan a Bibliópolis, que triunfa con el polaco Sapkowski y su brujo cazador de monstruos, Geralt de Rivia. O a Alejo Cuervo, editor de Gigamesh, que pasea estos días bajo palio por España al gran Georges R. R. Martin (autor, por cierto, de una de las novelas más conmovedoras jamás escritas de la ciencia-ficción, Muerte de la luz, historia de un amor imposible en un planeta condenado, reeditada por Gigamesh, que reedita también la bellísima novela de vampiros y amistad Sueño del Fevre). Martin ha conseguido unas ventas y una popularidad extraordinarias en España con su larga serie de Fantasía Canción de hielo y fuego.
La ciencia-ficción, para acabar, sigue siendo, pese a todo, como recalca Barceló, el género mejor para explicar el presente con especulaciones sobre nuestro futuro. Sólo la ciencia-ficción nos permite imaginar las consecuencias indeseables del presente. Es nuestra mejor herramienta y no deberíamos perderla. -
Reportaje en El País
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